Por donde caminan los ciegos

por Jorge Mercado, colaborador

© Kim Rosen

© Kim Rosen

El mendigo doblaba la esquina cuando se le cayó el único pedazo de carne y músculo que recubría su fémur. Se ha inclinado a recogerlo y lo ha ajustado de nuevo a su hueso. Lleva una semana tratando de encontrarse entre la basura. Este día no ha tenido mucha suerte y comienza a considerar dejarlo para mañana, hasta que advierte en una ventana al otro lado de la calle en la esquina que acaba de doblar, tendido en un alambre junto a ropa interior de mujer, su intestino delgado. Se siente tranquilizado. La gente ya comenzaba a dirigirle miradas de reprobación por andar en su estomago abierto nada más el intestino grueso que encontró hace tres días en un puente de la ciudad.

Entra al condominio y ahí una anciana lo saluda con un, buenas tardes, caluroso. Él sabe que si no fuera por esas ocasiones en que es visto rondando los basureros no lo llamarían mendigo. Siete días antes era un hombre bien parecido y elegante. Sabe que lo sigue siendo, a excepción de cuando tiene que roer los desperdicios de la gente sólo para hallarse en ellos. Además, para ser mendigo, no se debe tener cama donde caer durante las noches frías ni alimento con que llenar la ansiedad del cuerpo. Este hombre que llaman mendigo lo tiene todo y le sobran además algunas cosas. ¡Si no fuera por haber perdido su ser en la ciudad!

Sube las escaleras mientras una mosca le acecha el rostro. Los músculos de su cara han comenzado a podrirse por falta de piel que los proteja. El hueco que ha dejado la ausencia de su ojo derecho muestra a una larva de mosca. A lo mejor es la hija de la que zumba alrededor de su cara. Reflexiona en cada peldaño que sube, es posible que la persona que habita el piso no lo reciba por los harapos que viste. Ayer por la mañana mientras buscaba su brazo derecho, que por fortuna encontró en una venta de carnes donde se había colado por accidente, unos perros lo asaltaron queriendo robarle el fémur desprotegido que hasta esta mañana pudo cubrir. Los animalejos no pudieron salirse con la suya pero sí despedazaron la ropa del hombre. Puede ser también que por la mordida que no pudo esquivar, uno de sus glúteos esté infestado.
Piensa un momento frente a la puerta. Toca dos veces. Con mucho cuidado, no sea que sus nudillos de nuevo se partan en dos. El sonido de los pestillos lo asusta. Está nervioso. Una mujer entreabre la puerta. Está por asearse porque el ruido del agua llenando la bañera se escapa desde adentro. También segundado al sonido se escapa un olor lascivia. El hombre al que llaman mendigo se sorprende porque es la primera vez que experimenta ese tipo de olores escapándose de la mirada de una mujer. Lo ha sentido antes, pero de la piel o del vientre o de la vagina. Pero nunca de la mirada. Sin preguntar nada, sólo con el examen de pies a cabeza como boleto, la mujer lo invita a que pase, que estaba por darse un baño, pero que de todos modos iba a esperar a que el agua se enfriara un poco. Se quita la toalla que ocultaba su desnudez, enciende un cigarrillo arrugado que tenía acomodado en la oreja y se sienta en un sofá sin cruzar las piernas, haciendo una invitación a su huésped. La visita es bien recibida. El hombre también la examina a ella, es bella y por la apariencia de los labios de la entrepierna es bastante experimentada en estos temas. El hombre se maldice porque recuerda que no puede complacerla. Su pene aún sigue perdido en algún basurero de la ciudad. La única salida es confesarle el motivo de su visita. Ella entiende, pero no puede ocultar su decepción. Con lo que le gusta el tipo de hombres como este, de esos que poseen un atractivo extraño, como si hubieran perdido algo de su existencia y pudieran complementarse fácilmente con partes de otras. La mujer exhala el último aliento humeante que le permite el cigarrillo y de nuevo vuelve a cubrir su orgullo con la toalla. Lo invita a que la siga, van hacia donde ha puesto a secar su ropa interior. Allí está el intestino delgado del hombre al que llaman mendigo. La mujer le cuenta que lo encontró abandonado en el baño del bar donde trabaja. El hombre le agradece y se disculpa al mismo tiempo. La mujer le dice que no es para tanto, pero que si no es mucho pedir, que cuando encuentre aquello que la haría feliz no dude en regresar. El hombre se despide desde las escaleras. Emprende el regreso a las calles, esta vez sí con intenciones de terminar la búsqueda por hoy.

En la entrada del condominio se encuentra de nuevo con la anciana de las buenas tardes. Viene de hacer las compras y trae consigo una bolsa más grande que ella. El hombre al que llaman mendigo corre en su ayuda. Por desgracia tropieza y al caer al suelo se parte a la mitad. Todas sus vísceras quedan regadas en el suelo, su intestino delgado con ellas. La anciana suelta la bolsa y corre a socorrer al hombre. Uno de los encargados del condominio se da cuenta y también va a ver si puede ayudar en algo. Entre él y su hermano, que llega después de que el primero lo llamara con un silbido, llevan al hombre fragmentado en dos hacia la habitación de la anciana que la ha ofrecido como refugio hasta que el hombre y sus entrañas se recuperen. El hombre al que llaman mendigo se encuentra avergonzado. Nunca desde que su situación comenzó le había ocurrido un incidente como este. Por alguna razón se alegra de que la mujer de la mirada perfumada no se haya dado cuenta. Los hermanos se despiden e intentan reconfortar al hombre con un, no te preocupes, a cualquiera podría pasarle. El hombre les agradece.

A pesar de haberle repetido varias veces que no era necesario, la anciana se esmera en acomodar los órganos en su lugar. Su experiencia se nota en la meticulosidad y certeza con que pone cada víscera en el lugar exacto. Mientras lo hace le comenta al hombre que se ha quedado viuda hace dos semanas, que la pérdida de su esposo no le afectó del todo, que más bien la hizo sentir llena de paz. El hombre al que llaman mendigo no puede evitar sentir un escozor en el corazón al mirarla con su único ojo, la anciana no puede ocultar el rubor de tristeza que le ensombrece las mejillas.

El hombre ha quedado como nuevo. La anciana ha hecho un gran trabajo y se sienten satisfechos los dos. El hombre tiene que rechazar la invitación de la anciana de tomar un poco de café o de quedarse a cenar. Ya es muy tarde y tiene que irse. La anciana no insiste y se despide dándole un beso en la frente. El hombre le recuerda a su hijo fallecido. Antes de que el hombre salga de la habitación de la anciana, esta lo retiene, le dice que espere, que tiene algo que obsequiarle. La anciana se va a hacia una repisa y de ahí toma algo. Esto te servirá más a ti, le dice al ofrecerle entre las dos manos un pene. El hombre se siente avergonzado, pero sabe que la anciana tiene razón. Lo acepta.

El hombre se ha marchado sin mirar atrás. El obsequio que acaban de hacerle le ha quedado a la medida. La alegría que siente le provoca un escalofrío. Acaba de recordar las palabras de la mujer que desprendía olor de su mirada. Camina en dirección hacia el apartamento de ella. Se detiene al escuchar los sollozos que provienen del interior. Decide no entrar, lo mejor es marcharse.

Afuera, la noche ha cambiado el color de la calle. Si no hubiera caminado por ella hace unos minutos no la habría reconocido. Mira al cielo, por esa mala costumbre que tiene desde pequeño. Esta vez el cielo está despejado, como si no existiera, no están ni la luna ni las estrellas. Se apresura a regresar a casa, no es que alguien lo espere, pero debe atender su hogar y a él mismo. Piensa desde ya en el nuevo plan de búsqueda para mañana a primera hora. El objetivo de mañana es encontrar su piel. Camina cojeando en la acera, alejado de la calle. No hay vehículos a esta hora. Todos en esta ciudad respetan la hora de la cena. En la acera todo está oscuro. Se guía nada más por el tacto ahora que es más sensible a flor de carne. Camina palpando las paredes. Se las ha memorizado todas cuando no tenía los dos ojos. La costumbre de andar por donde caminan los ciegos le ha quedado desde entonces.

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